martes, 19 de julio de 2011

POR NUESTRO MAL DE RODILLAS

Por Tania Díaz Castro

Hace unos días Candelaria y yo nos conocimos en la Policlínica de Santa Fe, pueblo de la costa oeste habanera, donde recibimos un tratamiento con electricidad, luz infrarroja, calor, ejercicios, por nuestro mal de rodillas.
Allí conversamos como si nos hubiéramos encontrado hace muchos años. Tenemos la misma edad, somos cubanas y hemos sufrido, aparte de nuestro mal de rodillas, de esos otros males propios de una dictadura de medio siglo de existencia.
La historia de Candelaria merece no sólo una crónica, sino un libro, pero un libro escrito por sus propias manos, curtidas por las cicatrices del trabajo diario del campo.
Es dueña de una finca en Punta Brava, pueblo perteneciente a la provincia de Pinar del río y situada justamente en donde Antonio Maceo pasó las últimas horas de su vida, un domingo de 1896.
En esa finca nació y creció Candelaria. Es por eso que su piel tiene el mismo color púrpura de esas tierras fértiles y sus ojos son tan verdes y brillantes, como las hojas de las palmas cuando amanece.
Cuando me contó de fracasos y de tantos sinsabores, la comprendí. ¿Qué cubano olvida que durante todos estos años de latifundio castrista a los campesinos les imponen siembras que nada tienen que ver con la calidad del suelo, o les pagan sus cosechas de forma miserable, algo que no los estimula para continuar trabajando?
Una tarde, dos dirigentes políticos la visitaron y le ordenaron sembrar caña. Sólo caña. Por mucho que protestó, puesto que ella no tenía experiencia con esa siembra y mucho menos el terreno adecuado, se vio obligada a aceptar. Fue en la zafra de 1970.
Unos años después, ocurrió su peor desgracia al salir una noche en su caballo, con el propósito de perseguir a un par de ladrones que se llevaban tres cerdos del corral. Al bajarse del animal, a la entrada de su casa, sufrió una caída que la tiene caminando con un bastón. Dice que ese día se convirtió en una anciana casi inválida, que hasta trabajo le cuesta atender sus siembras de cebollino, ajo porro y culantro.
Pero la suerte tocó a la puerta de Candelaria en sus últimos años de vida, no precisamente por haber trabajo en la agricultura durante medio siglo, sino porque su hija más pequeña, una mulata preciosa y de pequeña estatura como ella, se casó bien casada, con traje de novia, azahares y las notas de la Marcha Triunfal como fondo, en una iglesia del aristocrático barrio de Miramar.
La historia comenzó cuando un joven danés se enamoró de su hija y se la llevó para Copenhague, donde viven felices, como en los cuentos de hadas, hace más de diez años.
Al lejano Reino de Dinamarca viajó Candelaria con su bastón, para conocer a su nieta Kandy, que lleva su mismo nombre, pero abreviado y con K y de allá recibe coronas danesas como ayuda económica.
Los meses que pasó en ese país los recuerda como un sueño, el sueño más bonito que tuvo en sus largos años de campesina y del que no hubiera querido despertar jamás.
Santa Fe, julio 2011

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